Sábados de Banfield

 ✍️ CRÓNICAS DE CALLE EN EL CAFÉ

El silbato del tren de las 5 pm




📝 RELATO

Para mí, los sábados a la mañana en Banfield eran preludio de fiesta. Armaba el cimarrón y salía temprano a caminar por el barrio. Compraba el pan en La Valenciana, el diario en el kiosquito de Paco, y al pasar por el jardín florido de Doña María, le robaba un ramito de violetas. Después, me sentaba con los muchachos en la ventana de El Copetín a inventarnos el futuro, a llenarnos de utopías. Entre cafés, cervezas, pizzas, cartas y bromas, mirábamos cómo pasaba el tiempo sin darnos cuenta. Ese era el glorioso preliminar.

Pero la verdadera fiesta, en mi sentir, comenzaba con el silbato del tren de las 5 pm. Porque en ese tren vos llegabas como un vendaval: taconeando, despreocupada, con los cabellos libres al viento y esa mirada traviesa que anunciaba aventura. Enfundada en jeans, canastito de mimbre en mano, traías pinturas, un libro, una muda de ropa interior, agua, yerba, la capelina blanca… y toda, toda perfumadita de naranjo en flor.

Cruzabas la calle desde la estación para buscarme por el café, y te llevabas mi alma. Yo dejaba las cartas, pagaba mi cuenta, saludaba a la barra y salía a mil, para robarle pájaros de miel a tu boca en flor. Mientras tanto, los amigos, tras la ventana, murmurando, posaban todo el peso de sus ojos sobre tu sensual humanidad.

El portón entreabierto, el canastito en el suelo, el ramito de violetas entre nuestras manos, el beso que no se dejaba acabar. Adentro, el bulín, los abrazos, el mate, los bizcochitos… y más besos tibios sin preguntar. Las escaleras eran compás de tus piernas, y tus caderas hacían latir de pasión mis pensamientos. Tu cuerpo audaz fue refugio de mis otoñales fantasías, y tus cálidas caricias supieron cobijar mis viejas heridas.

A media luz, descubriéndonos en lo más íntimo, flotábamos. Las horas se desvanecían en la eternidad. Vos y yo éramos capaces de soñar más allá de la nada, sin un puto mango en el bolsillo, pero con el cielo entero en la piel. Mirando el techo descascarado, pintábamos de amor silvestre el aire de la habitación. Y la noche se nos transcurría, sin más destino que el mientras tanto, acogedor e irrepetible.

El domingo amanecía con gorriones en el patio, un tanguito en la vitrola, el cimarrón compartido bajo la parra. Después, spaghettis a la pomarola, un tinto, una peli si llovía, o ir al Florencio Sola a ver al Taladro si tocaba de local. Más tarde, palabras sencillas sobre la gramilla de la plaza, y al caer el último rayo de sol, caminábamos de la mano hasta la estación. Y ya en el andén, con la despedida en los labios, el silbato del tren rumbo a Constitución... y tu sonrisa, bajo la blanca capelina, inundándome de ternura el corazón.

Todo era tan simple, todo era tan bello... Después, la vida dobló una esquina y quedó lejos. Lejos quedó Banfield, la estación, el Copetín con los amigos… y muy lejos vos, con el último silbato de aquel tren que se llevó nuestro amor silvestre.

Solo aquella geografía del sur porteño —con su perfume a naranjo en flor, el silbato de los trenes del sábado, el cimarrón, las violetas robadas, la mesa del bar y el tremendo encanto de un amor sin tiempo— sabe a quién le dejé ese cálido pedazo de mi vida, sin importarme el después… Y que esta tarde de sábado y ron, bajo un cielo lejano, en la nostalgia de lo vivido muy dentro, su tierna y luminosa imagen ronda todo mi ser.

"Fue un amor sin después, pero con todo el mientras tanto."

–Julio César Pisón
Café Mientras Tanto