Las Huellas de lo que Quedó Sin Ser

 ✒️📝 SEPIA Y TINTA

Hay amaneceres donde la sombra pesa más que la luz.




En la quietud que precede al amanecer, cuando el mundo aún se debate entre el sueño y la vigilia, un susurro quebrado me arrancó de la penumbra.
"Flaco, siento una angustia... tócame!" La voz, tenue como un hilo de seda deshilachado, se enredó en mi somnolencia.

Medio despierto, medio entregado a los pliegues del sueño, mis brazos se tendieron para abarcar su silueta, para atraerla hacia el calor de mi cuerpo. Se aferró a mí con la desesperación de quien se sabe al borde de un abismo, y en ese abrazo, la angustia se hizo compartida, diluyéndose un poco en la comunión de dos almas. Era un ritual nocturno, una danza de piel y aliento que prometía la eternidad en cada roce.

La mañana siguiente se desplegaba con la pereza de los amantes. Frente al espejo empañado del baño, entre sorbos tibios de café que perfumaban el aire y sus labios, ahora desdibujados por la impronta de mil besos, el amor nos delataba. Cada marca rojiza, cada mechón desordenado, cada mirada somnolienta pero cargada de una ternura infinita, era un testimonio mudo de la noche vencida, de la vida que brotaba sin prisa entre nosotros.

Era la vida misma, mi gloria personal, el milagro cotidiano de atravesar la oscuridad contigo y despertar así, con el sol apenas insinuándose, pintando de oro el reflejo de nuestro idilio en el cristal. El espejo, cómplice silencioso, guardaba el eco de nuestras risas bajas, de los "te quiero" susurrados en la penumbra, de la promesa tácita de cada nuevo amanecer. En su superficie pulcra, la imagen de nosotros, imperfecta y real, era un lienzo de felicidad, un eco visual de la plenitud que habitaba nuestros días.

Pero un día, el reflejo cambió. No fue abrupto, sino una sutil fisura en el tiempo, una distorsión imperceptible al principio. De pronto, la silueta esbelta que danzaba a mi lado frente al cristal, el fuego encantador de su mirada que se anidaba en la mía, se perdieron. Se desvanecieron. Se hundieron en lo más hondo de aquel mismo espejo, que de cómplice se tornó en un portal hacia un vacío helado.

El cristal se mantuvo, impávido y mudo, devolviéndome solo la imagen desolada de mi propia existencia. La vida, que antes era una melodía vibrante, se convirtió en una sinfonía de silencios.

Las sábanas, confidentes de tantos secretos, se volvieron frías, gélidas, como si la tersura de su piel nunca las hubiera entibiado, como si el calor de su cuerpo hubiera sido una ilusión pasajera. Los "te quiero" que solían rebotar en las paredes de nuestra habitación y los "abrázame" que me envolvían como una segunda piel, rodaron sin eco, sin asidero, por el oscuro abismo de la soledad que de pronto se abrió bajo mis pies.

El eco de su risa se convirtió en un susurro lejano, casi una burla del viento. Cada objeto en la casa, cada rincón, gritaba su ausencia. El café de la mañana, antes un ritual compartido, ahora era un trago amargo, solitario, que acentuaba el vacío. Mis labios, antaño ávidos de los suyos, se sentían resecos, inútiles. La intimidad que nos envolvía como un manto protector se había deshilachado, dejando al descubierto una vulnerabilidad cruda y dolorosa.

"No sé... es la vida", me dijo una vez, con una resignación que me heló el alma, justo antes de dar vuelta la esquina del olvido. Y con esas palabras, el sol, mi sol, se rompió en mil pedazos, dejando de brillar para mí. Cada rayo de luz se volvió un puñal que recordaba la ausencia de su resplandor.

Los días se sucedían, indistinguibles, marcados por la ausencia de su sombra, por la falta de su voz, por el abrumador silencio de un espacio que antes desbordaba vida. Era un tiempo que no me pertenecía, momentos que, aunque vividos con una intensidad febril, ahora se revelaban como una impostura, un préstamo efímero.

Esos instantes de pura dicha, de abrazos eternos y risas compartidas, ¿fueron realmente míos? ¿O acaso los viví en un sueño del que he sido bruscamente despertado? La percepción de este "tiempo no propio" me corroía, distorsionando cada recuerdo, tiñéndolo de una melancolía aún más profunda.

Las sábanas, cómplices mudas de nuestra historia, me susurraban verdades que se negaban a ser mías, el eco de un calor que ya no existía, de una piel que nunca más volvería a calentar mi lecho.

Es en este abismo de la soledad, donde los fantasmas de lo que fue rondan sin piedad, que me aferro al acto de escribir. Escribo detrás del silencio, el mismo silencio que se hizo carne por su ausencia, una sombra pesada que se adhirió a mi piel y a mis pensamientos.

Escribo detrás del silencio de aquel mirar, el que me entregó la primera sonrisa, la que desarmó mi mundo y lo reconstruyó a su medida. Escribo detrás del último beso, encendido de pasión, que dejó una huella ardiente en mis labios y en mi alma, una marca que el frío del presente no ha logrado apagar.

Escribo en un tiempo que no es aire, ni fuego, ni agua, un tiempo suspendido entre lo que fue y lo que nunca más será. Escribo en esos días que creí y sentí entre sábanas confidentes, esas sábanas que guardaban el secreto de nuestros cuerpos entrelazados, de nuestras almas desnudas, pero que, al final, no fueron mías, o al menos, la propiedad de esos instantes me fue arrebatada.

Eran momentos prestados, un espejismo de felicidad que se disolvió con la primera ráfaga de olvido.

Escribo en días atrapados de ternura, evocando las calles de adoquines que pisamos juntos, donde cada piedra guardaba la memoria de nuestros pasos sin apuro, de nuestras manos entrelazadas, amándose los bordes al final del día.

Recuerdo las primaveras, explosiones de vida que florecían en sus veredas, desbordando en zaguanes y jardines que se abrían a nuestro paso, pintando de color un mundo que ahora se me antoja monocromático. Cómo se amoldaban nuestros cuerpos a la curva de las calles, cómo el tiempo se detenía en cada esquina.

Y la imagen más vívida, la que aún ahuyenta por un instante los fantasmas de la soledad, es la de las ramas de los plátanos, majestuosas y entrelazadas, que se juntaban coronando las tardes de otoño a su lado.

Bajo ese dosel dorado, donde la luz se filtraba en haces suaves y el aire olía a tierra mojada y a hojas secas, sentíamos la inmortalidad. Esos momentos, esas instantáneas grabadas a fuego en la memoria, son el único refugio, la única fortaleza que resiste el embate del vacío.

Aunque fugaz, ese respiro me permite seguir, aunque sea por un instante, sin ser devorado por la vorágine de la pena.

Son los fantasmas de la soledad, esas sombras persistentes, los que se disipan en la luz tenue de esos recuerdos, solo para volver con más fuerza cuando la tinta se seca y la página queda en blanco.

Mientras tanto, el espejo sigue allí, implacable, en la pared. Ya no es el cómplice sonriente de antaño, sino un devorador de pensamientos.

Cada vez que mi mirada se cruza con su superficie, siento cómo absorbe los fragmentos de mi mente, los recuerdos más vívidos y los más dolorosos, para devolverlos distorsionados, convertidos en una nebulosa de anhelo y melancolía.

Me devuelve una imagen que ya no reconozco del todo: un rostro marcado por la ausencia, unos ojos que han visto el sol romperse.

Y en sus profundidades, veo el reflejo de mi propia sombra, la que se hizo carne por su ausencia, danzando en soledad, esperando un eco que nunca llegará.

Escribir es mi única forma de negociar con este espejo, de intentar recuperar algo de lo que me ha robado, de darle voz al silencio que su ausencia ha impuesto sobre mí.
Es mi ritual, mi catarsis, mi forma de seguir existiendo en este tiempo que ya no es mío.

Pero la memoria, aunque herida, insiste en latir, y en cada latido, la belleza de lo que fue se resiste a morir.

"Sigo habitando la sombra perenne de su ausencia, aferrado a la dignidad."


Julio César Pisón
Café Mientras Tanto
Serie: Sepia y Tinta