📝✒️SEPIA Y TINTA
San Telmo, Buenos Aires
Todo lo que soñé alguna vez pasó frente a esa ventana.
El bar, aquel viejo y entrañable rincón de San Telmo, no era solo un refugio del ajetreo citadino, sino la entrada a un universo personal, un umbral donde el tiempo se diluía y la realidad se transformaba. Sentado frente al cristal empañado por la humedad de la mañana y los susurros de incontables historias, la ventana se erigía como el más fascinante de los caleidoscopios. Cada transeúnte, cada sombra que se proyectaba sobre los adoquines, cada matiz de luz que se filtraba entre los balcones añejos, se refractaba en mi mirada, componiendo un cuadro vivo y cambiante de la vida. No era solo la vida que pasaba; era la vida misma, con sus promesas y sus nostalgias, el lienzo sobre el que mis propios sueños se atrevían a proyectarse.
Con cada sorbo de aquel café humeante, tibio y denso como un abrazo de invierno, se obraba una alquimia singular. La "fragante utopía" que aleteaba en mi alma, ese cúmulo de anhelos difusos, de esperanzas aún sin forma, comenzaba a solidificarse. El aroma amargo y dulce, la calidez que se expandía desde mis dedos hasta el corazón, convertía lo intangible en algo palpable, lo efímero en "color de certeza". Era como si el café, más que una bebida, fuera un oráculo, una pócima que revelaba la nitidez de lo que por momentos se me escapaba. En ese rito matutino, la nebulosa de mis aspiraciones se pintaba con los colores firmes de una posibilidad, de un camino que, aunque no se revelara por completo, al menos dejaba entrever sus primeros trazos.
Del otro lado del cristal, la Plaza Dorrego se desplegaba en un contraste delicioso. El pasado no era un mero recuerdo, sino una presencia viva, tangible en las improvisadas tiendas vintage. Aquí, un gramófono que alguna vez cantó tangos en salones opulentos; allá, un vestido de encaje que susurraba historias de bailes prohibidos; más allá, un libro cuyas páginas amarillentas guardaban poemas olvidados. Era un diálogo constante entre lo que fue y lo que es, una exhibición de la memoria colectiva de Buenos Aires. Cada objeto, con su pátina de tiempo, me invitaba a imaginar las vidas que los habían poseído, los momentos que habían presenciado. San Telmo no solo conservaba el pasado, lo exhibía con orgullo, lo hacía respirar en cada rincón, en cada rajadura de sus fachadas, en el eco de cada pregón callejero.
Pero si el pasado habitaba la plaza con su encanto sosegado, el presente vibraba con una energía irresistible, manifestada en la milonga que, sobre los adoquines, me sonreía y me guiñaba. No era una milonga cualquiera; era la promesa de la "noche porteña" que se insinuaba, una entidad seductora, casi mística. La danza, en su preparación diurna, en los ensayos furtivos que se colaban por las puertas entreabiertas, ya tejía su hechizo. Era un llamado silencioso pero potente, una invitación a la entrega, a la pasión que solo la oscuridad de la noche y el abrazo del tango podían desatar.
Para mi bohemia tanguera, San Telmo no era solo un barrio; era un estado del alma. La bohemia no era una pose, sino una forma de vida, una búsqueda incesante de la belleza en lo imperfecto, de la melodía en el caos, de la verdad en el sentir. Caminar por sus calles, sentir la aspereza de los adoquines bajo mis botas, era un rito, una conexión profunda con la historia y el latido de la ciudad. El olor a bife de chorizo mezclado con el incienso de algún local esotérico, el murmullo de conversaciones en diferentes idiomas, el lejano lamento de un bandoneón que se escapaba de algún conventillo; todo era parte de esta sinfonía sensorial que me envolvía. La vida, aquí, no se vivía, se sentía en cada poro, se respiraba en cada inhalación de ese aire cargado de historias.
La noche porteña, esa amante esquiva y apasionada, comenzaba a desvelarse. Las luces anaranjadas de los faroles se encendían una a una, tiñendo el aire de un color melancólico y prometedor a la vez. El sonido del bandoneón, que durante el día era un eco distante, ahora se volvía más nítido, más urgente, una voz que clamaba por ser escuchada. Los pasos de los bailarines de tango, que por la tarde eran solo un bosquejo, se convertían en una coreografía precisa, en un diálogo de cuerpos que narraba historias de encuentros y despedidas, de amores fugaces y eternos.
El tango, más que un baile, era una filosofía, una "pasión" que trascendía lo meramente físico. Con su "compás", ese ritmo hipnótico que se aferra al alma, y su "abrazo", esa unión íntima y vulnerable entre dos cuerpos, se transformaba en pura "poesía". Cada pausa, cada quiebre, cada caricia de los pies sobre la pista, era un verso. En ese abrazo, dos almas se encontraban, se reconocían, se perdían y se hallaban de nuevo. Era un lenguaje sin palabras, una forma de expresar lo inexpresable, los amores perdidos, las esperanzas rotas, la alegría desbordante y la melancolía que teje la trama de la existencia.
Mi bohemia tanguera no era solo observar; era participar, sumergirme en ese río de emociones. No importaba si mis pasos eran perfectos o si mi abrazo era el más técnico; lo que importaba era la conexión, la entrega al momento, la capacidad de dejar que la música me guiara y me transformara. En ese abrazo de tango, la "fragante utopía" de la mañana, esa que el café había teñido de certeza, se materializaba en la pista. Los sueños, antes etéreos, ahora bailaban conmigo, se fundían en cada giro, en cada mirada cómplice, en cada palpitar compartido.
Así, la ventana del viejo bar de San Telmo se convertía en el espejo de mi propia alma. Reflejaba no solo el mundo exterior, sino mi mundo interior, mi constante búsqueda de sentido, mi anhelo de trascender lo cotidiano. El caleidoscopio de la vida y los sueños se fusionaba con el caleidoscopio de mi propia existencia. Y cada día, con el primer sorbo de café, me recordaba que la certeza no era una meta final, sino un camino, un proceso de constante descubrimiento, un baile eterno entre la nostalgia del pasado, la vibración del presente y la promesa de un futuro que, en San Telmo, siempre olía a tango, maní y a café.
"Hoy, aunque lejos, del otro lado del mapa, en esa ventana todavía me espero."
Julio César Pisón
Café Mientras Tanto
Serie: Sepia y Tinta
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