Costanera Sur

 ✍️🚶‍♂️ CRÓNICAS DE CALLE EN EL CAFÉ

Esa orilla aún guarda tu sonrisa





📝 RESEÑA
Hay lugares que no se olvidan porque guardan el eco de quien ya no vuelve

Junio de 2004, Buenos Aires. La Costanera Sur se despliega ante mí como un lienzo de memorias líquidas, donde el río, ancho y marrón, murmura secretos que no alcanzo a descifrar. Camino por este paseo de baldosas gastadas, entre los plátanos que estiran sus ramas hacia un cielo grisáceo, cargado de nubes que parecen suspendidas en un suspiro. Hoy, el sol de invierno acaricia la estatua que se alza orgullosa, un guerrero de bronce sobre su pedestal blanco, testigo silencioso de nuestros encuentros. Aquí, en este rincón de la ciudad que huele a agua y a olvido, te conocí, y aquí, en la misma brisa que hoy me acaricia, te perdí.

La primera vez fue un instante robado al tiempo. Estabas con tus amigas, riendo bajo el sol pálido de invierno, tu bufanda ondeando como una bandera de libertad contenida. Tus ojos, oscuros como el río al atardecer, se cruzaron con los míos, y en ese cruce fugaz hubo un destello, una promesa no dicha. La estatua, con su mirada fija hacia el horizonte, parecía observarnos, guardiana de aquel primer roce de almas.

El segundo encuentro fue un acto de valentía, o tal vez de locura. Te vi sola, sentada en un banco frente al agua, con un libro abierto que apenas leías. El río reflejaba tu silueta, y me acerqué, torpe, con palabras que tropezaban entre sí. Hablamos, reímos, y en los días que siguieron, la Costanera Sur se convirtió en nuestro refugio. Caminábamos entre los puestos de choripanes, el humo subiendo en espirales, y el mundo parecía detenerse en tus gestos, en la forma en que apartabas el cabello de tu rostro. Cada paso era un verso, cada mirada un poema que escribíamos sin saber que tendría un final. Te enamoraste, lo sé, porque tus ojos lo confesaban, pero también cargaban el peso de un anillo que no era mío.

Hoy, el tercer encuentro me encuentra solo, o casi. El río sigue su curso, indiferente, y la Costanera está viva con parejas y familias que pasean bajo el frío de junio. Te veo a lo lejos, con él, tu marido, y otras parejas que ríen y conversan. Tu sonrisa es la misma, pero ahora pertenece a otro paisaje, uno al que no tengo acceso. La estatua se yergue imponente, su sombra alargada cayendo sobre las baldosas, como un recordatorio de lo que fue y ya no es. El viento lleva el eco de sus voces, pero no el tuyo. Me quedo quieto, con las manos en los bolsillos, observando cómo el río lame las piedras, cómo las gaviotas trazan círculos en el aire. No hay reproches en mí, solo una tristeza suave, como la luz que se filtra entre las nubes.

Escribo esto porque no puedo hablarte, porque las palabras que quisiera decirte se deshacen en la brisa. La Costanera Sur, con su horizonte infinito, su estatua vigilante y su melancolía de invierno, guarda nuestra historia. Aquí, donde el río y el cielo se encuentran, te amé, y aquí, donde el tiempo parece detenerse, te dejo ir. No busco respuestas, no ya. Solo camino, dejando que el rumor del agua, el crujir de las hojas bajo mis pies y la presencia muda de la estatua me devuelvan a mí mismo. Este paseo, este río, este aire frío que huele a sal y a recuerdos, me enseñan que el amor, como el agua, fluye y se escapa, pero siempre deja su huella en la orilla.

"A veces el amor es eso: una correntada dulce que moja y pasa."

– Julio César Pisón
Café Mientras Tanto