Buenos Aires
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✍️ El Eterno Abrazo del Tiempo
Los domingos en Plaza Dorrego no son solo días; son portales. Portales que se abren, con un chirrido de goznes antiguos, hacia un tiempo que se niega a ser pasado. Un tiempo donde Carlitos Gardel aún silba una melodía entre el humo de un cigarrillo, donde Contursi y Manzi desgranan versos en el aire, y La Merello, con su voz de arrabal, se confunde con la brisa que mece los flecos de un toldo. Es el eco de Sosa, la elegancia de Fresedo, la voz desgarrada del Polaco Goyeneche que aún resuena en cada adoquín. Las alas de Eladia Blázquez, invisibles pero palpables, nos envuelven en su melancolía, y los versos de Evaristo Carriego, como grafitis del alma, se leen en las fachadas descascaradas de los viejos caserones.
San Telmo no es un barrio; es un estado del alma. Un museo vivo donde las baldosas aún guardan los cortes precisos del Indio Benavente, y donde la memoria colectiva se materializa en cada esquina. Imagino a Osbaldo y Pochi, con la complicidad de décadas, sobre el equilibrio precario de un adoquín, amacando el 2x4 que brota de una vitrola invisible. Cada "sacada" y cada "puente" son un suspiro del pasado, una coreografía que se repite en el aire, invitando a los presentes a dejarse llevar por el compás de un tiempo que no conoce la prisa.
Entre anticuarios que custodian secretos de otras vidas, zaguanes que invitan a espiar patios interiores donde la luz juega al escondite, vereditas estrechas que obligan a un roce cómplice y adoquines pulidos por millones de pasos, la feria se despliega como un revoltijo de historias. Es un crisol donde el cobre oxidado de una pava centenaria, el vidrio esmerilado de un frasco de farmacia, la plata bruñida de un mate cincelado, el vinilo que cruje con la voz de un ídolo olvidado, y la acuarela que captura un atardecer porteño, conviven en un diálogo silencioso. El aroma a maní tostado se mezcla con el café recién colado, y el inconfundible perfume del tango, ese lamento apasionado, impregna cada rincón.
Un tibio sol de otoño, generoso y perezoso, asoma entre el barullo y los toldos descoloridos de los vendedores de "vintage y rancio". No es un sol que queme, sino que acaricia, que invita a la contemplación. Es la luz perfecta para desenterrar tesoros, para hurgar en el pasado y encontrar un pedazo de uno mismo en un objeto ajeno. Tras un ventanal abierto de par en par, una invitación tácita al paseo, la escena se completa. Un improvisado gardeliano, con la espalda arrecostada al mostrador de un bar, afina la viola, y cada cuerda vibrante es un llamado a la bohemia. A su lado, la estampa perfecta de una pebeta, con un insinuante tajo en su falda que insinúa más que muestra, y un micrófono en mano, lista para desatar la pasión. En su sonrisa, veo la misma picardía de la morocha que anoche, en la milonga, mientras bailaba con otro, me clavó sus faroles, haciéndome sentir, por un instante fugaz, que era Alain Delon. Utopías, instantes robados al tiempo, historias sin terminar que se cruzan con otras que están por empezar. Es la poesía del barrio, arrancada del ayer, flotando en el aire como una promesa.
San Telmo, te quiero. Te quiero por tu melancolía que no es tristeza, sino una profunda comprensión de lo efímero. Te quiero por tu misterio, por esos callejones que parecen susurrar secretos de amores prohibidos y tangos clandestinos. Eres el rastro porteño, la huella imborrable de una ciudad que se reinventa sin olvidar sus raíces. Cuando estoy desorientado, cuando la vida moderna me abruma y no sé qué trole hay que tomar para seguir, aquí, en tus entrañas, me siento sin prisa a escuchar el tiempo.
Aquí, el tiempo no es una línea recta que avanza implacable, sino un espiral que se enrosca sobre sí mismo, donde el pasado y el presente se entrelazan en una danza eterna. Las voces de los poetas y los músicos se funden con el murmullo de la feria, los pasos de los bailarines de tango se superponen a los de los transeúntes, y el aroma a historia se mezcla con el de la vida que bulle. San Telmo me enseña que la nostalgia no es un ancla que nos detiene, sino un motor que nos impulsa a valorar lo que fue y a construir lo que será. Es un recordatorio de que cada memoria, cada instante vivido, es una pieza fundamental en el tapiz de nuestra existencia.
En este barrio, la búsqueda de sentido se vuelve más clara. Los objetos antiguos no son solo reliquias; son espejos que reflejan la transitoriedad de la vida y la permanencia del espíritu humano. Cada vinilo rayado, cada mueble gastado, cada fotografía descolorida cuenta una historia de sueños, de amores, de pérdidas y de esperanzas. Y al escucharlas, al sentirlas, uno se da cuenta de que somos parte de un flujo continuo, de una narrativa que nos precede y nos trasciende.
San Telmo es mi refugio. Un lugar donde el alma encuentra paz en medio del caos, donde la prisa se disuelve en la contemplación, y donde el tiempo, lejos de ser un tirano, se convierte en un amigo que me susurra historias al oído. Es aquí donde la desorientación se transforma en una invitación a la pausa, a la reflexión, a reconectar con la esencia de lo que somos y de dónde venimos. En cada adoquín, en cada zaguán, en cada nota de tango que flota en el aire, San Telmo me ofrece una brújula invisible, una guía que me permite encontrar el rumbo, no hacia un destino fijo, sino hacia la comprensión de que el viaje mismo es el verdadero sentido.
-Julio César Pisón
Café Mientra Tanto
Serie: Sepia y Tinta
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